estefania muro           biologa y coordinadora de paleolitico vivo



 

LAS SERPIENTES,

¿UN MIEDO IRRACIONAL?

 

 

Hemos entrado en la primavera, una época cargada de belleza, luces, colores y olores, que despiertan decenas de sensaciones en nosotros. Sin embargo, me voy a aprovechar de ella para atravesar una línea no tan amable. Vamos a cruzar la frontera de la sensibilidad.

 

En esta época despiertan de su letargo o brumación, como sería correcto llamarlo, decenas de reptiles y anfibios. La hibernación, palabra que solemos usar para definir este descanso, es algo exclusivo de los animales de sangre caliente. Bien, pues con ese despertar también lo hace un temor instintivo en el ser humano, el miedo a los ofidios o serpientes.

 

En la era de las comunicaciones es habitual encontrar en redes sociales, sobre todo al arrancar la primavera, centenares de fotos de estos seres maravillosos. Por desgracia, la gran mayoría no son para hacerse eco de su belleza, o con la curiosidad de saber de qué especie se trata. Casi todos requieren saber si son o no venenosas o advertir del peligro de haberlos visto en las cercanías de un parque, en un camino o a la orilla de un rio….. y, lamentablemente muchas de ellas han pasado ya antes por el filtro del desconocimiento y sus fotos solo muestran un cuerpo inerte. 

 

No hace falta pasear por el campo y encontrar una serpiente para pegar un salto y dar un grito, a veces la camisa de una de ellas es suficiente, o ni siquiera eso, una ramita de caprichosa forma o una cuerda retorcida mandan una señal a nuestro cerebro de peligro. Es algo inevitable para la mayoría. Pero, ¿nacemos con este miedo o lo hemos aprendido?

 

Pues bien, cada vez son más los estudios que confirman que este miedo está programado en nuestro cerebro, fruto del aprendizaje y las experiencias relacionadas con la vigilancia y el miedo desde hace cientos de miles de años. Está escrito en nuestra historia.

 

Hace ya más de una década la antropóloga Lynne A. Isbell, viene defendiendo que ciertas regiones de nuestro cerebro, en concreto el núcleo pulvinar del tálamo, evolucionaron para detectar y evitar a las serpientes, algo así como un grupo de “neuronas selectivas” en el cerebro humano y el de otros primates, que disparan su actividad mucho más al ver ofidios que otras amenazas más peligrosas.

 

Más recientemente se ha decidido estudiar esta respuesta en el humano. Si bien en nosotros esto es mucho más complicado porque en multitud de ocasiones no se puede discernir si el miedo viene condicionado. Para intentar aclararlo, los últimos experimentos se han realizado con bebés de 6 meses, los cuales desconocen el daño que una serpiente podría originarles. Para facilitar la tranquilidad del niño, pero evitar el condicionamiento, los bebés estaban con sus mamás, eso si, ellas no podían ver las imágenes que se mostraban a sus hijos. Al ver las fotos de serpientes las pupilas de los niños se dilataban mucho más que con otras imágenes de formas y colores similares, una clara señal de alerta o estrés.

 

Pero hay algo aún más fascinante. Hoy la ciencia tratar de buscar si ese pánico ancestral facilitó el desarrollo de nuestra agudeza visual. Esto se debe a que la reacción de todos los primates no es la misma frente a este tipo de miedo. Los monos del nuevo mundo o los lémures, demuestran un pánico menor que los monos del viejo mundo, entre los que se encuentran los chimpancés y nosotros. Y curiosamente, los primeros ven peor que los segundos. La visión es el sentido que separa a los primates de otros mamíferos. Muchas de las estructuras y mecanismos de nuestro cerebro van ligadas a la visión y nada nos despierta más la atención que el miedo ante un peligro

 

Así, que quizás nuestra visión se la debamos a estos seres ápodos que tanto desagrado nos causan. Es una pena que con los tiempos que corren hoy, en plena pandemia del coronavirus, un cambio climático galopante o la desaparición de miles de especies, nuestra visión no nos ayude a detectar el peligro. Sería bueno, empezar a luchar por no acabar con todo aquello que se arrastra, sea o no peligroso, y focalizar nuestra energía y miedos en luchar contra lo que verdaderamente importa

 

 

 



 

 

El BISONTE EUROPEO,

UNA PRESENCIA INVISIBLE

 

 

Ya nos es familiar, e incluso cotidiano, escuchar nombres de asociaciones en defensa de la naturaleza y, son tantas, que a duras penas podríamos nombrar todas las de nuestro entorno más cercano. Pero esto no siempre fue así.

 

 

 

Mucho tuvo que cambiar en toda una sociedad para entender que debíamos proteger aquello que nos rodea. En España tenemos un claro ejemplo de este cambio, quizás el mejor que conozcamos: Félix Rodríguez de la Fuente, naturalista y gran divulgador. Félix fue capaz de colarse en cada uno de nuestros hogares y convencernos de que, entre otros muchos animales, un azor, por ejemplo, considerado una alimaña a extinguir, debía protegerse. Y no sólo eso, que se debían destinar medios para ello, ¡dinero para proteger el campo, al lobo…! ¡Impensable!

 

Y así, ante la responsabilidad de proteger o salvar de la extinción a ciertos seres vivos, fueron naciendo miles de asociaciones para la conservación de animales tan emblemáticos como el Lince Ibérico, el Quebrantahuesos o el Oso Pardo. Pero todo esto tiene un inicio: ¿en qué momento se establecen las normas y leyes para la protección de los seres vivos?

 

Proteger a los seres vivos

 

Ya, desde tiempos remotos, encontramos referencias a la protección de la Naturaleza;. Lo podemos ver en el Código de Hammurabi, de 1700 a.C., en la hermosa Carta del Gran Jefe Seattle de la tribu de los Swamish al presidente de Estados Unidos, en 1854, o en las declaraciones de grandes parque nacionales como el de Yellowstone (Estados Unidos) en 1872. Incluso España se convirtió en uno de los países pioneros en Europa en la carrera hacia la protección de la Naturaleza, con sus dos primeros parques naciones, el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga (Asturias) y el Parque Nacional del valle de Ordesa (Aragón), ambos en el año 1918.

 

Sin embargo, no será hasta 1923, durante el I Congreso Internacional de Protección de la Naturaleza en París, cuando se plantee la idea de proteger a un ser vivo como tal. ¿Y cuál fue ese animal? Fue el Bison bonasus, nuestro Bisonte Europeo. Hubo de rozar la extinción para que el Homo sapiens prestase atención al más grande de todos los animales de nuestro continente. Así nació en Polonia la Compañía Internacional de Defensa del Bisonte (CIDB) cuyos fundamentos aún hoy marcan las principales líneas de protección del mismo.

 

Un camino de largo recorrido

 

Fue por tanto el bisonte, ese animal atávico que dibujaron nuestros antepasados en el interior de las cuevas, quien sentó las bases para que conservacionistas apasionados hayan apostado por proteger esta y otras muchas especies con el fin de secundar un reflorecer de la vida silvestre.

 

Pero este es un camino de largo recorrido, con una moneda de dos caras. Por fortuna, una creciente conciencia ambiental beneficia estos proyectos, pero, por desgracia y aún con los grandes esfuerzos que se realizan, muchos de ellos no están fuera de peligro. Algunos tienen un futuro muy incierto, como puede ser el Bison Europeo, el Lince o el Lobo Ibéricos, pero para otros el futuro es casi negro. Y es que no hay más que pensar en el destino del Urogallo Cantábrico. Su visibilidad puede ser quizás una de las esperanzas para su conservación.

 

Y de eso se trata, de dar visibilidad, pues aún hoy en día, a pesar de más de 80 años de conservación, el bisonte continúa siendo un gran desconocido para el público en general. Pocos saben que los bisontes europeos son animales que gozan de un carácter templado, que toda la población mundial desciende de 12 individuos o que están tan amenazados como el mismísimo rinoceronte negro africano.

 

¡Ayudemos a visibilizarlo!

 

 

Fuentes consultadas:  Asociación Centro de Conservación del Bisonte Europeo en España-EBCC os Spain.  Bison Rewilding Plan 2014-2024



 

 

LOS CARROÑEROS, EL ESLABÓN ANTIPÁTICO

 

 

Hace apenas unas semanas hablábamos de las serpientes, esos seres tan odiados y temidos, tan repudiados y tan injustamente castigados a lo largo de la historia del hombre. En esta ocasión he elegido otro grupo poco simpático para la sociedad, pero de una importancia ecológica fundamental. Los carroñeros.

 

Eso si, cuidado; no todos los carroñeros los vemos con los mismos ojos. No es lo mismo pensar en los buitres o los cuervos, que en un oso, un lobo o un jabalí, y al fin y al cabo, siendo más o menos estrictos, todos son comedores de carroña. Así pues, los primeros, no sé si por no tener pelo, o por ser los más puramente carroñeros son los que gozan de menos simpatía.

 

De esta manera se refería Félix Rodríguez de la Fuente a uno de nuestros buitres más amenazados de la Península Ibérica, el buitre negro:

 

 “Una criatura que, si en el mundo de la naturaleza se hicieran comedias o dramas o tragedias, ocuparía ese papel entre triste, simpático e irónico que ocupa la funeraria, el sepulturero, el hombre que prepara los cadáveres… quien en definitiva hace oficio y vida de la muerte”

 

A mi, al igual que a Félix, no me desagradan en absoluto, pero sobre todo creo que es importante recordar la enorme responsabilidad ecológica en las cadenas tróficas que tienen estos grupos.

 

¿Se imaginan por un momento un mundo sin ellos, sin los sepultureros? De todos es conocida la función sanitaria que realizan los carroñeros, ya que al procesar un cadáver están evitando la trasmisión de enfermedades y la contaminación del medio, especialmente si hay cursos de agua cerca. Y es que, nuestros ya un poco más amigos los buitres, poseen un sistema digestivo especializado que les permite comer carne que para otros animales sería tóxica por la acumulación de microorganismos que se cumulan en los cuerpos en descomposición.

 

Pero no debemos quedarnos sólo con esto. A la tragedia de la muerte de un ser vivo le sucede la oportunidad del milagro de la vida para muchos otros. Es el famoso ciclo de la vida que explicamos a nuestros hijos. La muerte de unos es la esperanza de otros, un ciervo que muere puede ser la esperanza para una nueva camada de zorros, tejones, una pollada de buitres o incluso de nuestra imponente águila imperial.

 

Por el momento todo empieza a parecer más bonito, aunque estemos hablando de muerte. Ahora llega la parte fea, y es que, aunque estamos viendo que las carroñeras cumplen esa función importantísima como sanitarios del bosque, la sociedad les hemos dado la espalda. Hemos modificado ese eslabón que hace que la cadena funcione perfectamente. Me explico. En la naturaleza todo está cohesionado, y en este proceso existe una interdependencia entre los carroñeros que estamos obviando.

 

Imaginemos de nuevo un animal que muere, los buitres van a detectarlo desde el aire. Se ha discutido mucho sobre cómo localizaban los cadáveres, se sabe que lo hacen a través de la vista, una vista excelente, que en muchas ocasiones lo que busca es el destello irisado de aves más pequeñas como los córvidos, que son los primeros en acceder a la carroña. Estas pequeñas aves dan buena cuenta de ojos, lengua o pequeñas heridas que pueda tener el cadáver. Pero serán los grandes carroñeros alados los que abran con su fuertes y poderosos picos la piel para poder acceder al resto del animal. Atraídos por la caída en cascada de los buitres otros, como lobos o zorros acudirán al festín. El jabalí dará buena cuenta de la dispersión de los huesos y los descomponedores como hongos y bacterias se encargarán de la destrucción más silenciosa del cadáver.

 

Pues bien, en España, el ganado doméstico supuso siempre el aporte más importe de alimento para los carroñeros. El problema llega en 1999 con la famosa enfermedad de las vacas locas, la encefalopatía espongiforme bovina. Se prohíbe por tanto el abandono de cadáveres y se insta a su destrucción en plantas especializadas. Los carroñeros pierden buena parte de su alimento y nosotros le lanzamos toneladas de CO2 a la atmosfera en el trasporte y quema de los restos animales. Una vez más, la mano del hombre daña a nuestra Madre Tierra. Diez años tuvieron que pasar para que intentásemos mitigar esto, flexibilizando el uso de muladares y permitiendo el abandono puntual de cadáveres en lo que se llaman las “zonas de protección para la alimentación de aves necrófagas de interés comunitario” (ZPAEN)

 

Es un intento, pero bajo mi punto de vista es insuficiente. Los ZPAEN no se han implementado lo suficiente y limita el aporte de restos animales; y los muladares están en puntos fijos lo que hace que unos carroñeros estén en desventaja frente a otros. Colonias de buitres que conocen el aporte de carroña sin dejar tiempo a que accedan los primeros consumidores son la primera de las barreras, pero es que el resto de la cadena también se ha roto. Los muladares están vallados, cimentados y con foso, lo que hace que el aporte sea casi de manera exclusiva para los buitres, pero, ¿y qué pasa con el resto? ¿dónde está la carroña para el zorro, el tejón o el jabalí? Ellos tendrán que buscar su alimento en otro sitio, quizás por eso cada día sean clientes más habituales de vertederos y lugares humanizados.

 

No es fácil reparar la cadena que hemos dañado, pero quizás sea un buen empiece recordar que paradójicamente la vida va de la mano de la muerte y que ésta, muchas veces ejerce de matrona.